Texto de leitura sugerido pelo meu fratello João Bittar. Vale a pena, extraído da revista N.
Podía ser potente, fascinante, pero nunca, según Gonzalo Garcés, un escritor agradable. Toda la obra de este autor está agitada por su necesidad de persuadir. Y especula que, tal vez, sentía una oculta atracción por la barbarie que denostaba.
POR Gonzalo Garces
No hablo de la acción del Sarmiento político, de su presidencia reconocidamente contradictoria, ni del uso que la izquierda y la derecha hicieron de su figura según soplaran los vientos. Me interesa la mecánica de la mente de Sarmiento, y la influencia, creo que involuntaria, que tuvo en la literatura argentina.
Sarmiento bárbaro
Es notorio, en este sentido, que hay algo torturado en Sarmiento, y que ese torrente de palabras a veces brillante, a veces innoble, muchas veces penosamente vulgar, parece hecho para ahogar o esconder algo. Casi desde el principio se especuló que a Sarmiento oscuramente lo atraía la barbarie que denostaba. “Un Facundo que agarró pa’ los libros”, lo llamó Jauretche. Se podría abundar en esa idea. El odio contra sí mismo, la violencia verbal contra los propios impulsos que en Facundo están enaltecidos por la dicotomía entre civilización y barbarie, se vuelven patológicos en una obra lateral como El general Fray Félix Aldao. A primera vista, es lo más parecido a una novela que escribió Sarmiento; el hecho de que no llegue a serlo, los derrapes que terminan por convertirla en un brulote y un intento fallido de exorcismo, dicen mucho sobre su autor. Es evidente que Sarmiento se proponía escribir una especie de tragedia griega, pero la verdadera tragedia está agazapada en la forma de ese libro. Empieza como una novela de Stendhal o Balzac, con una fecha y la descripción de un paisaje; estamos en 1917, en el camino de Uspallata, y la hora es
En este punto Sarmiento realmente pasa de la historia a la ficción: anota que el reproche “hizo una súbita impresión en el irascible capellán”, que en adelante entra en rebelión contra su destino de sacerdote, sin lograr nunca que deje de acosarlo. Por supuesto, nadie podía saber qué impresión hicieron las palabras de Las Heras en el Aldao histórico: pero el tema de la profesión renegada, del hombre que estaba llamado a ser una cosa y en cambio es otra, y la idea de un vínculo secreto entre la violencia desquiciada del personaje y aquella apostasía recorre todo el libro. Aldao es cruento porque así lo manda su sangre, pero es mucho más cruento porque no puede olvidar, ni lo dejan olvidar, que su destino era otro. No es muy difícil entrever la identificación de Sarmiento con su personaje, al hombre que debía dedicarse a las cosas del espíritu y que acaba dedicado a la guerra, como reflejo del hombre de letras que termina dedicado a la política; lo notable es cómo, a medida que la identificación se hace más patente, la novela se hace más febril, la narración misma más loca. Sarmiento, que dejó embarazada a una alumna y tuvo una hija natural de la que, hasta donde sabemos, nunca se ocupó demasiado, se indigna porque Aldao tuvo dos hijos con La Limeña sin estar casado con ella y lanza este anatema: “¡Muy desgraciado debe ser el pueblo condenado a soportar esta subversión de toda moral, este escándalo elevado al poder bajo las formas más repugnantes; un fraile apóstata, mujeres impúdicas, hijos sacrílegos!”
Una mala novela
Lo que hace de El general Félix Aldao una mala novela es que el personaje, en vez de volverse más complejo a medida que avanza la narración, como Julien Sorel, se va simplificando; lo que se anuncia como un destino excepcional termina reducido a un producto casi mecánico de la tierra y el clima. Es típico de Sarmiento –sucede notoriamente en el Facundo– que del anatema contra el personaje pase a su reducción a epifenómeno y de ahí a la condena en bloque de las estructuras políticas que todavía no se llamaban República Argentina. “Cualquiera de estos gobernadores que mostrase capacidad, interés por el bien público, espíritu organizador, deseo de moverse y obrar, no la había de penar muy lejos... La barbarie de las masas elevó al Dictador, y la pobreza y la ignorancia de las provincias lo sostienen.” Sarmiento no puede contentarse con fustigar a su doble, tiene que aniquilarlo como individuo, y para mejor hacerlo tiene que aniquilar simbólicamente al país que lo produjo.
Amargura y desesperanza
De ahí el carácter desmoralizador de toda su obra. Se pueden discutir los juicios de Sarmiento sobre Quiroga y Rosas, se puede leerlo como hijo bastardo de la Ilustración, se puede compararlo con Emerson o con Thiers –el único francés, dijo Sarmiento, que escuchó de verdad lo que él tenía para decir–, se puede hasta sostener la vigencia de sus dicotomías, pero la lectura de un libro como Facundo, en contra de su propósito manifiesto, más bien deja la impresión de que hay poco que esperar del país del que habla, y quizá nada que valga la pena salvar. El atractivo psicológico de la democracia liberal radica en la implícita exaltación de la singularidad preciosa de cada vida; una noción que Sarmiento, en su literatura, no deja nunca de combatir con todos los medios a su disposición. La insistencia en la influencia determinante de la tierra, la reducción de cada personaje a un arquetipo, es una forma de autoflagelación, de humillación de un yo demasiado inmanejable. Tuvo descendencia; si algo recorre a toda la literatura argentina, desde Leopoldo Lugones hasta César Aira, y sin excluir a Jorge Luis Borges, es esa forma de ascesis que consiste en registrar las constantes en detrimento de las excepciones, y esa forma de pudor que consiste en subordinar sin piedad lo íntimo a la Historia.
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